No obstante, como aquella columna no tenía contra sí la irrupción de los vivanderos y la defección de los
caballos ligeros ingleses, mantúvose firme y continuó la marcha rechazando las cargas de los arcabuceros a
caballo, dando tiempo para desfilar al condestable y al grueso del ejército, el que se había prolongado al
pasar por Essigny–le–Grand, Montescourt, Lizerolles y Gibecourt. Comprendiendo que no podía ir más
lejos, detúvose Montmorency por segunda vez, como el jabalí acorralado que se decide a hacer cara a la
jauría, y rezando sus padrenuestros ordenó al ejército en cuadros y preparó las baterías. Este era el segundo
alto, los franceses estaban enteramente cercados, y era preciso vencer o morir.
Y no temiendo morir, el condestable esperó vencer. Efectivamente, la infantería veterana francesa, en la
que confiara Montmorency, mostrábase digna de su reputación, sosteniendo el choque de todo el ejército
enemigo, en tanto los alemanes a nuestro servicio rendían las picas y alzaban las manos para pedir cuartel.
Por su parte el duque de Enghien, joven valeroso, acudía con su caballería ligera al auxilio del duque de
Nevers, a quien encontró a caballo no obstante un pistoletazo que en el muslo recibiera.
Entretanto, como hemos dicho, la infantería del condestable rechazaba con la mayor intrepidez las cargas
de caballería flamenca. Manuel Filiberto ordenó acercar algunas piezas de artillería para demoler aquellas
murallas vivas, y retumbando a un tiempo diez cañones, comenzaron a abrir brecha en el ejército. Entonces
el duque de Saboya se puso al frente de un escuadrón de caballería y arremetió como un sencillo capitán.
El choque fue terrible y decisivo. Rodeado Montmorency de enemigos, defendióse con el denuedo de la
desesperación, rezando, según acostumbraba, un padrenuestro y dando a cada frase de la oración una esto-
cada que derribaba a un hombre. Distinguióle de lejos Manuel Filiberto, y corrió a él gritando:
––Prendedle vivo, que es el condestable.
Ya era tiempo: Montmorency terminaba de recibir un picazo en el sobaco izquierdo, y con la sangre iba
perdiendo las fuerzas. Al escuchar el grito de Manuel Filiberto, el barón de Ratembourg y Scianca–Ferro se
abalanzaron para resguardar con sus cuerpos al condestable, y sacáronle de la refriega diciéndole que se
rindiera por ser inútil la resistencia. Rindióse efectivamente Montmorency, declarando que sólo al duque de
Saboya entregaría la espada. Es que esta espada flordelisada era la del condestable de Francia. Manuel
Filiberto acudió al mo mento y dándose a conocer, recibióla de mano propia de Montmorency.
Ganada estaba la jornada para el duque de Saboya; más no había concluido. La pelea duró hasta la noche,
y muchos prefirieron morir a rendirse, contándose en este número Juan de Borbón, duque de Enghien, que
perdió dos caballos y recibió un balazo cuando procuraba librar al condestable, Francisco de la Tour, viz-
conde de Turena, y ochocientos caballeros que perecieron en el campo de batalla. Los principales prisione-
ros además del condestable, fueron los duques de Montpensier y de Longueville, el mariscal Saint-André,
el rhingrave, el barón de Courton, el conde de Villars, bastardo de Saboya, el hermano del duque de Man-
tua, el señor de Montberon, hijo del condestable, el conde de la Rochefoucauld, el duque de Bouillon, el
conde de la Roche–Gu yon, y los señores de Chandenier, Lansac, Estrée, Roche–du–Maine, Pontdormy,
Vassé, Aubigny, Rochefort, Brian y Chapelle.
El duque de Nevers, príncipe de Condé, el conde de Sancerre y el primogénito del condestable se fueron
a la Fère, donde se reunió con ellos el señor de los Bordillens, conduciendo los dos únicos cañones que se
libraron de aquella gran derrota, en la que de un ejército de once mil hombres cupo a Francia seis mil muer-
tos y tres mil prisioneros, perdiendo trescientos furgones, sesenta banderas, cincuenta estandartes, todos los
bagajes, tiendas y víveres.
No restaban diez mil hombres para cerrar al ejército enemigo el camino de la capital.
Manuel Filiberto ordenó tomar la vuelta del campamento.
Llegada la noche, con su Estado Mayor y pensando no en 1o que había hecho, sino en lo que quedaba
por hacer, seguía el duque de Saboya el camino de Essigny a San Lázaro, cuando del molino de Gauchy
salieron ocho o diez hombres, unos a pie y otros a caballo, que poco a poco se mezclaron con la escolta.
Durante algún tiempo marcharon todos silenciosos, pero de repente, al pasar por delante de un bosquecillo
cuya sombra aumentaba la obscuridad, el caballo de Manuel cayó dando un doloroso relincho.
Percibióse entonces un rumor semejante al del roce del hierro con el hierro, y en seguida un terrible grito,
proferido en voz queda de: ¡Sus! ¡Sus! ¡Al duque Manuel!
Sin embargo, apenas se comprendió que la caída del caballo no era natural y su jinete corría peligro,
cuando un hombre, derribándolo todo a su paso, hiriendo a amigos y enemigos con su maza, precipitóse en
medio de aquella sombría y casi invisible escena, gritando:
––¡Firme, hermano Manuel, que aquí estoy!
No necesitaba Manuel que Scianca-Ferro le animara, pues caído como se encontraba, había agarrado a
uno de los agresores, y rodeándole con el brazo, se lo había tendido encima a manera de escudo. El caballo
tenía un corvejón cortado, y con las tres piernas sanas que le quedaban coceaba fuertemente cual si hubiese