bre la tierra la sombra de su figura, reflexionando, y, ¡en verdad!, no sobre sí mismo ni
sobre su sombra, - de pronto se asustó y se sobresaltó: pues junto a su sombra veía otra
sombra distinta. Y al mirar rápidamente a su alrededor y levantarse, he aquí que junto a él
estaba el adivino, el mismo a quien en otro tiempo había dado de comer y de beber en su
mesa
448
, el anunciador de la gran fatiga, que enseñaba: «Todo es idéntico, nada vale la
pena, el mundo carece de sentido, el saber estrangula»
449
. Pero su rostro había cambiado
entretanto; y cuando Zaratustra le miró a los ojos, su corazón volvió a asustarse: tantos
eran los malos presagios y los rayos cenicientos que cruzaban por aquella cara.
El adivino, que se había dado cuenta de lo que ocurría en el alma de Zaratustra, se pasó
la mano por el rostro como si quisiera borrarlo; lo mismo hizo también Zaratustra. Y
cuando ambos de ese modo se hubieron serenado y reanimado en silencio, diéronse las
manos en señal de que querían reconocerse.
«Bienvenido seas, dijo Zaratustra, tú adivino de la gran fatiga, no debe ser en vano el
que en otro tiempo fueras mi comensal y mi huésped. ¡Come y bebe también hoy en mi
casa, y perdona el que un viejo alegre se siente contigo a la mesa!» - «¿Un viejo alegre?,
respondió el adivino moviendo la cabeza: quien quiera que seas o quieras ser, oh Zaratus-
tra, lo has sido ya mucho tiempo aquí arriba, - ¡dentro de poco no estará ya tu barca en
seco!» - «¿Es que yo estoy en seco?»
450
, preguntó Zaratustra riendo. - «Las olas en torno
a tu montaña, respondió el adivino, suben cada vez más, las olas de la gran necesidad y
tribulación pronto levantarán también tu barca y te llevarán lejos de aquí». - Zaratustra
calló al oír esto y se maravilló. - «¿No oyes todavía nada?, continuó diciendo el adivino:
¿no suben de la profundidad un fragor y un rugido?» - Zaratustra siguió callado y escu-
chó: entonces oyó un grito largo, largo, que los abismos se lanzaban unos a otros y se de-
volvían, pues ninguno quería retenerlo: tan funestamente resonaba.
«Tú, perverso adivino, dijo finalmente Zaratustra, eso es un grito de socorro y un grito
de hombre, y sin duda viene de un negro mar. ¡Mas qué me importan las necesidades de
los hombres! Mi último pecado
451
, que me ha sido reservado para el final, - ¿sabes tú
acaso cómo se llama?»
- «¡Compasión!, respondió el adivino con el corazón rebosante, y alzó las dos manos -
¡oh Zaratustra, yo vengo para seducirte a cometer tu último pecado!» -
Y apenas habían sido dichas estas palabras retumbó de nuevo el grito, más largo y an-
gustioso que antes, también mucho más cercano ya. «¿Oyes? ¿Oyes, Zaratustra?, excla-
mó el adivino, ese grito es para ti, a ti es a quien llama: ¡ven, ven, ven, es tiempo, ya ha
llegado la hora!» -
452
Zaratustra callaba, desconcertado y trastornado; finalmente preguntó, como quien vaci-
la en su interior: «¿Y quién es el que allí me llama?»
«Tú lo sabes bien, respondió con violencia el adivino ¿por qué te escondes? ¡El hombre
superior es quien grita llamándote!»
«¿El hombre superior?, gritó Zaratustra horrorizado: ¿qué quiere ése? ¿Qué quiere ése?
¡El hombre superior! ¿Qué quiere aqui ése?» - y su piel se cubrió de sudor.
Pero el adivino no respondió a la angustia de Zaratustra, sino que siguió escuchando
hacia la profundidad. Y cuando se hizo allí un largo silencio, volvió su vista atrás y vio a
Zaratustra de pie y temblando.
«Oh Zaratustra, empezó a decir con triste voz, no estás ahí como alguien a quien su fe-
licidad le hace dar vueltas: ¡tendrás que bailar si no quieres caerte al suelo!
Pero aunque quisieras bailar y ejecutar todas tus piruetas delante de mí: a nadie le sería
lícito decirme: “Mira, ¡ahí baila el último hombre alegre!”
453
En vano vendría hasta esta altura uno que buscase aquí a ese hombre: encontraría sin
duda cavernas, y otras cavernas detrás de las primeras, y escondrijos para gente escondi-
da, mas no pozos de felicidad ni tesoros ni filones vírgenes del oro de la felicidad.