mientras la misma barquilla, como en los versos de Uh1and, te mece sobre las ondas
serenas de la vida, ¡sé feliz, viajero; deléitate! ¡Feliz viajero! Todo le parecía amable y
encantador.
Frau Lenore le propuso medirse con ella y Pantaleone al juego del tresette; le enseñó
este juego italiano poco complicado, ganóle ella algunos kreutzers, y quedó hechizado él.
A petición de Emilio, Pantaleone obligó al perro Tartaglia que hiciese todas sus
habilidades: Tartaglia saltó por encima de una palo, habló (es decir, ladró), estornudó,
cerró la puerta con el hocico, trajo a su amo una zapatilla vieja, y, por último, con un
chacó en la cabeza, representó al mariscal Bernadotte y escuchando las sangrientas
acusaciones que Napoleón le dirige por su traición. Naturalmente, Pantaleone era quien
hacía de Napoleón, ¡y con suma fidelidad, a fe mía! Con los brazos cruzados ante el
pecho y un tricornio metido hasta las cejas, hablaba con tono seco y áspero en francés, ¡y
en qué francés, santo Dios! Frente a su amo, sentado Tartaglia sobre las patas traseras,
encogido y apretando la cola entre las piernas, hacía guiños con aire humilde y confuso
bajo la visera del chacó metido de través. De rato en rato, cuando Napoleón alzaba la voz,
erguíase sobre las patas de atrás. “¡Fuori traditore!” -exclamó por último Napoleón,
olvidando, en el exceso de su cólera, que debía sostener hasta el fin su papel en francés-;
y Bernadotte huyó a todo correr debajo del diván, de donde salió casi enseguida ladrando
alegre, como para hacer saber a todos que la función había concluido. Los espectadores
se rieron mucho, y Sanin más que los demás.
Cuando Gemma se reía, mezclaba con las risas unos gemiditos de lo más divertido del
mundo... Sanin estaba en sus glorias con esa risa. Acabó por sentir un loco deseo de
comérsela a besos por esos gemiditos.
Por fin, llegó la noche. ¡Hay que ser razonable! Después de haberse despedido de todos
y repetido a cada uno “hasta mañana” (hasta abrazó a Emilio), Sanin regresó a la fonda,
llevando en el corazón la imagen de aquella joven, ya risueña, ya pensativa, ya apacible
hasta la indiferencia, pero siempre encantadora. Sus hermosos ojos, a veces muy abiertos,
brillantes y alegres como el día, otras medio velados por las pestañas, oscuros y
profundos como la noche, estaban tenazmente ante su vista, mezclándose con todas las
demás imágenes, con todos los otros recuerdos.
En lo que no pensó ni una sola vez fue en Herr Klüber, en las razones que le habían
retenido en Francfort, en una palabra, en todo lo que le había agitado la víspera.
XIV
Preciso es que digamos algunas palabras acerca del mismo Sanin. En primer término,
no era mal parecido; talle proporcionado y elegante, facciones agradables aunque un poco
indecisas, ojos azules claros, de cariñosa expresión, cabellos con reflejos de oro, piel
blanca y sonrosada, y, sobre todo, ese aire ingenuamente alegre, confiado, abierto, un
poco bobo a primera vista, en el cual reconocíase antaño sin trabajo a los hijos de los
nobles de la estepa, los “hijos de familia”, los jóvenes de buena casa, nacidos y
engordados al aire libre en las feraces comarcas del Sur; bonito andar, un poco vacilante,
leve ceceo al hablar, una sonrisa infantil en cuanto le miraban..., en fin, buen humor,
salud, molicie, molicie y más molicie: tal era Sanin de cuerpo entero. Además, no estaba
desprovisto de talento ni de instrucción. Había conservado su frescura de impresiones, a