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mismo se empeñaba en mostrar de “cuadro político”, de dirigente. Mauro era
un blando, en el mejor sentido de la palabra. Disfrazado de duro. En otra
época, en otra circunstancia, podría haber sido un bon vivant, si caben
extrapolaciones así, que pueden sonar hasta estúpidas. Le gustaba vivir,
aunque coqueteaba desde hace mucho con la muerte. Vivía sumergido en esa
frontera, que a veces lo llevaba (me lo dijo en una de las pocas veces en que
nos abrimos, creo que fue en Barcelona, a comienzos de los ochenta, en una
recorrida por boliches catalanes, yo tenía poco más de veinte años) a desear
vivir al límite, a no saber existir de otra manera. Se callaba, explotaba, se
mamaba, hería a otros, jodía, quería bien a veces, quería mal muchas otras.
Podría haber sido (capaz que lo era) un gran seductor. Recuerdo cómo una
vez, con él ya muerto – hacia poco que yo había regresado a Montevideo -,
Felipe, tu medio hermano – tan parecido físicamente a él, como también se
le parece tu otra media hermana, Paula – me miró sorprendido cuando le
conté que Mauricio gritaba como loco en la cancha, puteaba y sufría con
Peñarol, como cualquier hincha, como el propio Felipe. Me pareció que él no
podía creerlo, porque no lo veía así. Era una anécdota de muchos años atrás,
una de las pocas veces que nos divertimos juntos, pero no creo que hubiera
sido demasiado diferente en los últimos años, si se lo hubiera permitido.
Gran devorador de libros policiales, gran carnavalero (de chico tocaba el
tamboril, salía con las murgas, se pintaba la cara), le hubiera gustado escribir
(“si me diera el cuero y el tiempo”, me dijo) una novela negra ambientada en
Montevideo, entre las calles del barrio Sur, el de los negros de por aquí.
El drama siempre rondaba. Nos rondaba. A él de una manera, a mí de otra,
pero lo dos elegíamos, como en un pacto tácito, no hablar de él. Estaba ahí.
A veces él rompía el silencio y lo hacía explícito. Cuando a fines de los
ochenta pudo por fin volver a la cerámica (me dijo una vez, cuando se
preguntaba cómo hubiera sido su vida de no haber pasado años clandestino o
preso, siempre al límite, que le hubiera gustado dedicarse a “garabatear”)
entre lo primero que torpemente “le salió” había una especie de vasija con un
agujero posterior. El agujero era el balazo con el que imaginaba habían
liquidado a su hermano Gerardo, tu tío, mi padre. “No podían haberlo hecho
de otra manera. Por atrás”, decía. La obsesión permanente del hermano.
Martirizado. Abandonado. Su “culpa” por haberse salvado. Su culpa también
por haber estado entre quienes decidieron, en aquel junio de 1976 en que vos
naciste, pagar los dos millones de dólares que por la vida de tu tío-mi padre
pedían las mismas bestias que a vos te arrancaron a tu madre y te
abandonaron en un moisés. Motivos suficientes tenía para pensar que
efectivamente ni los dos millones – ni cuatro, ni diez, ni veinte – iban a hacer
que a su hermano, tu tío, mi padre, lo devolvieran a la vida. Desde su
cautiverio, el propio Gerardo, tu tío, mi padre, había hecho saber que nunca
iban a liberarlo. ¿Pero, y si no? La duda siempre le quedó a Mauro. Otra
bestialidad de las bestias, una duda con la que tu padre vivió los 15 años que
le quedaron.
Y la impronta anarca, que pese a los sueños rotos, las derrotas múltiples, las
nuevas lecturas que hubiera podido hacer y que lo llevaron por derroteros en
los que nunca creyó demasiado, no terminó de perder. Mas bien reafirmó, tal
vez precisamente a raíz de esas mismas derrotas. El suyo era un anarquismo
más del cuore que teórico, más vivido desde adentro, de una rebelión casi
instintiva ante las injusticias sociales, de la bronca, del deseo de construir
algo diferente. Se hubiera sentido bien, creo, en esa Argentina comunera
“tuya” de ahora, de las asambleas barriales, de los piquetes, de los
cacerolazos.
Digo “tuya” y paro. ¿Qué sé yo de “tu” Argentina? ¿Qué sé yo de vos, vos
de mi? Intuyo que puedo estar errándole al tono, al fondo, al tono y al fondo