allá, e inmensos y solitarios robles que proyectaban oscuras manchas de sombra; y más allá de los valles veíamos
cadenas de colinas, sumidas en la neblina, que se extendían en undosa perspectiva hacia el horizonte, y, a
grandes intervalos, una tenue mota gris o blanca en la cresta de un cerro, que, como sabíamos, denotaba algún
castillo. Cruzamos amplias praderas resplandecientes con el rocío, moviéndonos como espíritus, nuestras pisadas
acalladas por la suavidad del césped, igual que en un sueño, nos deslizábamos por claros de bosques tamizados
por una luz verde que tomaba su tinte del techo de hojas resecas por el sol, y a nuestros pies corrían los más
claros y helados arroyuelos, murmurando y retozando entre los bancos y emitiendo una especie de música
susurrante que resultaba reparadora, y por momentos dejábamos atrás el mundo y penetrábamos en las inmensas
y solemnes profundidades del bosque, con su penumbra imponente, donde furtivas criaturas salvajes emergían y
se ocultaban en seguida, desapareciendo antes de que los ojos localizaran el sitio del que procedía el ruido, y
donde sólo revoloteaban los pájaros más tempranos, cantando aquí, riñendo allá, o lejos, en la distancia,
martilleando o tamborileando los troncos de los árboles en busca de gusanillos. Y después, poco a poco,
comenzamos a acercarnos al fulgor del mundo exterior.
Después de la tercera, cuarta o quinta vez que regresábamos al fulgor -debían haber pasado un par de horas
desde la salida del sol- ya no resultaba tan agradable como al principio. Comenzaba a calentar el sol de manera
muy considerable, y estuvimos un largo trayecto sin sombra alguna. Es curioso cómo, una vez que comienzan,
las pequeñas molestias crecen y se multiplican gradualmente. Cosas que no me molestaban al principio
empezaban a molestarme entonces, cada vez más y más. Las primeras diez o quince veces que quise utilizar mi
pañuelo no pareció importarme; seguía mi camino y me decía que no tenía importancia, pues era algo
insignificante, y lo apartaba de mi mente. Pero ahora era distinto, quería utilizarlo a cada momento, una, y otra, y
otra vez, todo el tiempo, sin descanso; no podía dejar de pensar en ello, hasta que perdí la paciencia y maldije al
hombre capaz de fabricar una armadura completa sin un solo bolsillo. Veréis: tenía el pañuelo en el yelmo, junto
con otras cosas, pero era el tipo de yelmo que no te puedes quitar tú solo. Era algo que no se me había ocurrido
cuando puse allí el pañuelo y de hecho era algo que ignoraba. Había supuesto que sería un sitio particularmente
cómodo. Y ahora, al saber que estaba allí, tan a mano, tan cerca y, sin embargo, tan inalcanzable, hacía que la
situación fuese aún peor y más difícil de soportar. Sí, las cosas que no puedes alcanzar son las que, por lo
general, más deseas; es algo que todo el mundo ha experimentado. Pues bien, dejé de pensar en todo lo demás,
totalmente, y me concentré en el yelmo, y así continué, kilómetro tras kilómetro, pensando en el pañuelo,
representándome el pañuelo, y era desagradable y enojoso sentir el sudor salado que continuamente goteaba
sobre mis ojos. Así escrito parece algo sin importancia, pero no se trataba en modo alguno de algo insignificante:
era el más real de los sufrimientos. No lo diría si no fuese así. Decidí que la próxima vez llevaría unos anteojos
de retículo, sin importarme el aspecto o lo que pudiera opinar la gente. Naturalmente, esos caballeretes de hierro
de la Mesa Redonda pensarían que era inaudito, inaceptable, y tal vez supondría un escándalo, pero por lo que a
mí respecta, primero, la comodidad, y después, el estilo. Así que seguimos avanzando, y de vez en cuando
entrábamos en terrenos polvorientos, y el polvo se arremolinaba en nubes, se me metía en las narices y me hacía
estornudar y llorar y, por supuesto, comenzaba a decir cosas que no debería decir. No lo niego. No soy mejor que
los demás. Parecía que no nos íbamos a topar con nadie en aquella Inglaterra solitaria, ni siquiera con un ogro, y
con el humor que me gastaba, más le hubiese valido a un ogro mantenerse a distancia; a un ogro con pañuelo,
quiero decir. La mayoría de los caballeros sólo hubieran pensado en hacerse con su armadura, pero si yo lograba
apropiarme del pañuelo el ogro bien hubiese podido quedarse con toda su ferretería.
Entretanto, cada vez hacía más calor en el interior de mi armatoste. Veréis, el sol golpeaba y calentaba
progresivamente el hierro, y cuando sientes tanto calor te irrita cualquier pequeñez. Si avanzaba al trote,
traqueteaba como una canasta repleta de trastos, lo cual me fastidiaba y, lo que es peor, no podía impedir que el
escudo fuera dando saltos y golpes contra mi pecho y mi espalda; si disminuía el paso, mis articulaciones crujían
y rechinaban de la misma y fatigosa manera que lo hace una carretilla, y a ese paso no conseguíamos provocar ni
un soplo de brisa. Me sentía como si me estuvieran cociendo en una estufa, y además, cuanto más despacio me
movía, más pesado se hacía el hierro y a cada minuto me parecía llevar encima más y más toneladas. Y
continuamente tenía que estar pasando la lanza de un lado al otro, pues era muy fatigoso asirla mucho rato con la
misma mano. Bueno, cuando sudas de esa manera, a chorros, llega un momento en que te... en que te..., bueno,
en que te pica. Tú estás dentro, tus manos están fuera, y entre tu cuerpo y ellas se interpone una espesa costra de
hierro. Es algo que no se debería tomar tan a la ligera, dígase lo que se diga. Primero te pica un sitio; luego, otro,
y otro, y continúa extendiéndose hasta que termina por invadir todo el cuerpo, y nadie sería capaz de imaginar
cómo te sientes, ni lo desagradable que resulta. Y cuando ya no podía ser peor, y me parecía que no podría
resistir más, se coló un mosquito por la rejilla y se asentó en mi nariz, y la rejilla se trabó y no conseguía levantar
la visera, sólo podía sacudir la cabeza, que en ese momento ardía de calor, y bueno, ya sabéis cómo se comporta
un mosquito cuando te tiene a su merced, así que ante cada sacudida su única reacción era pasar de la nariz al