quedé sentado en silencio, mirando la calavera, hasta que sentí con intensidad
el frío. Después cogí el objeto, lo trasladé al armario y lo coloqué allí dentro;
recuerdo, incluso, haberle hablado, prometiéndole devolverlo a su caja a la
mañana siguiente.
¿Quiere saber si permanecí en aquella habitación hasta el alba? Sí, pero con una
luz encendida a mi lado, mientras fumaba y leía, para protegerme, sin duda, del
miedo..., un miedo cierto, innegable, que puede calificarse como cobardía,
porque la cobardía nada tiene que ver con lo que yo sentía. No podría haberme
quedado allí solo con aquella cosa en el armario..., me habría muerto de miedo,
aunque no soy más pusilánime que los demás. Pero piense, amigo mío: sin
ninguna ayuda la cosa había atravesado el camino, había subido los escalones
de la entrada y había llamado a la puerta.
Al llegar el alba, me calcé las botas y salí a por la sombrerera. Me vi obligado a
buscar un buen rato por los alrededores, cerca de la carretera. Por fin, encontré
la caja, abierta; colgaba al otro lado de la estacada. El cordel que la rodeaba
tenía adheridos algunas briznas de hierba, y la tapa, que se había desprendido,
yacía en el suelo. Esto demuestra que la caja no se abrió en el momento de
lanzarla, sino más tarde; y, si no se abrió en el mismo instante de salir de mi
mano, aquello que contenía debería haber caído al otro lado del camino. ¿Se da
cuenta?
Subí la caja al dormitorio, volví a meter la calavera en su interior, y la cerré.
Cuando mi joven criada me trajo el desayuno, me pidió disculpas: tenía que
marcharse, y tanto le daba si perdía un mes de su paga. La miré; su cara estaba
pálida, con matices desagradables. Fingí sorpresa al preguntar qué le iba mal;
mi esfuerzo fue inútil, porque ella, sencillamente, se giró hacia mí y me
preguntó si tenía intención de quedarme en una casa maldita y, en caso
afirmativo, por cuanto tiempo pensaba continuar viviendo, ya que, aunque ella
había observado que yo era en ocasiones duro de oído, no conseguía creer que
un sordo pudiera dormir con aquellos chillidos; y si yo podía ¿por qué me había
paseado por la casa, y abierto y vuelto a cerrar la puerta principal, entre las tres
y las cuatro de la madrugada? No había nada a contestar, pues me había oído.
Me dejó librado a mi suerte. En el pueblo, aquella mañana, encontré una mujer
que aceptó venir aquí, para poner un poco de orden en la casa y hacerme la
comida, con la condición de volver a su casa cada noche. Abandoné el
dormitorio aquel mismo día, me instalé en la planta baja y, desde entonces, no
he vuelto a intentar dormir en la mejor habitación. A los pocos días, contraté los
servicios de dos hermanas de mediana edad, dos criadas escocesas procedentes
de Londres; y por algún tiempo gozaron de tranquilidad. Les expliqué que
aquel lugar era muy expuesto, que el viento soplaba con violencia durante
buena parte del otoño y del invierno, y que aquellas circunstancias habían dado
una mala reputación a la casa, porque los campesinos tienden a creerse las
supersticiones y las historias de fantasmas. Las dos hermanas, de rasgos duros
y negrísimos cabellos, casi sonrieron y me contestaron, despectivamente, que no
les preocupaban los fantasmas meridionales, que habían trabajado en dos casas