Describo en -particular, caballeros, la forma en que mi tío subía por mitad de la calle con los
pulgares metidos en los bolsillos del chaleco, porque como él solía decir (y con buenas razones para
ello), no hay en absoluto nada extraordinario en esta historia, a menos que entiendan claramente
desde el principio que no estaba dando en absoluto un paseo maravilloso o romántico.
Caballeros, mi tío caminaba con los pulgares metidos en los bolsillos del chaleco, tomando para sí
la mitad de la calle, cantando ahora un verso de un poema de amor, luego un verso de uno etílico, y
silbando melodiosamente cuando se había cansado de ambos, hasta que llegó a North Bridge, que
pone en contacto las ciudades antigua y nueva de Edimburgo. Se detuvo allí un minuto para examinar
los extraños e irregulares grupos de luces apilados unos encima de otros y que parpadeaban a tanta
altura que parecían estrellas, brillando desde los muros del castillo por un lado y del Calton Hill por
el otro, como si estuvieran iluminando castillos en el aire, mientras la antigua y pintoresca ciudad
dormía pesadamente entre la oscuridad de abajo: su palacio y capilla de Holyrood, guardada día y
noche, tal como solía decir un amigo de mi tío, por la antigua sede de Arturo que se elevaba oscura e
insolente, como un genio ceñudo, sobre la antigua ciudad que durante tanto tiempo había vigilado.
Digo, caballeros, que mi tío se detuvo allí un minuto para mirar a su alrededor; y luego, haciéndole
un cumplido al clima, que tan poco había mejorado, mientras que la luna se estaba hundiendo,
empezó a caminar de nuevo con tanta gallardía como antes, ocupando la mitad de la calle con gran
dignidad, y con el aspecto de que estaría encantado de encontrarse con alguien que quisiera
disputarle esa posesión. Pero sucedió que no hubo nadie dispuesto a disputársela, y así siguió
adelante con los pulgares en los bolsillos del chaleco, como un apacible ser.
Cuando mi tío llegó al extremo de Leith Walk, tenía que cruzar un descampado bastante grande
que le separaba de una calle corta por la que debió bajar para llegar a su alojamiento. Ahora bien,
sucede que en ese descampado había en aquel tiempo un cercado perteneciente a algún carretero que
tenía contratada con Correos la compra de los coches-correo desgastados por el tiempo; y a mi tío,
que le encantaron los coches de mayor, de joven y de mediana edad, se le metió inmediatamente en la
cabeza e salirse de su camino sin otro fin que el de escudriñas esos coches tras el cercado, y
recordaba haber viste más o menos una docena de ellos amontonados en el interior en un estado de
gran abandono y olvido Mi tío, caballeros, era una persona de lo más entusiasta y simpática; por eso,
al darse cuenta de que no podía tener una buena visibilidad entre las estacas saltó por encima de ellas,
se sentó tranquilamente sobre un eje de rueda y empezó a contemplar los coches de correos con
mucha gravedad.
Debía de haber una docena de ellos, o quizá más -mi tío no estuvo nunca seguro sobre este punto,
dado que era un hombre de escrupulosa veracidad con respecto a los números, no le gustaba confesar
lo-, pero allí estaban, todos amontonados en la condición más desolada que quepa imaginar. La,
puertas habían sido arrancadas de los goznes y quitadas; les habían arrancado los forros; sólo algún
clavo oxidado mantenía, aquí y allá, un jirón colgante; la lámparas no estaban, las varas hacía tiempo
que habían desaparecido, el forjado estaba oxidado y la pintura se había caído; el viento silbaba entre
las grietas de la estructura de madera, y la lluvia, que había quedado recogida en los techos, caía gota a
gota en los interiores con un sonido hueco y melancólico. Eran los esqueletos en decadencia de los
coches abandonados, y en ese lugar solitario, a esa hora de la noche, parecían fríos y lúgubres.
Mi tío descansó la cabeza sobre las manos y pensó en las personas atareadas y bulliciosas que años
antes habrían traqueteado en los viejos coches, que ahora estaban cambiados y silenciosos; pensó en
todas aquellas personas á las que uno de aquellos locos y desmoronados vehículos había llevado, noche
tras noche, durante muchos años y con todo tipo de condiciones climáticas, la correspondencia
ansiosamente esperada, el giro tan necesario, la promesa de salud y seguridad, el anuncio repentino de
enfermedad y muerte. El comerciante, el amante, la esposa, la viuda, la madre, el escolar e incluso el