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2
Éranse una vez dos pobres leñadores que regresaban a su casa por un gran
pinar. Era invierno y hacía una noche de frío crudísimo. La nieve se extendía espesa
sobre la tierra y sobre las ramas de los árboles: la helada hacía chasquear
continuamente las ramitas a un lado y otro, a su paso, y cuando llegaron al torrente
de la montaña éste estaba suspendido inmóvil en el aire, pues el rey del hielo lo
había besado.
Hacía tanto frío que hasta los animales y pájaros no sabían qué hacer.
—¡Ug! —gruñó el lobo, cojeando entre la maleza, con el rabo entre las
piernas—. Hace un tiempo totalmente monstruoso: Cómo no se ocupará el Gobierno
de esto?
—¡Uit, uit, uit ! —piaban los jilgueros verdes—. La vieja tierra está muerta y le
han puesto su blanca mortaja.
—La tierra va a casarse y éste es su traje de boda —se susurraban unas a
otras las tórtolas. Tenían sus rojas patitas completamente tiesas de frío, pero creían
que su deber era considerar la situación desde un punto de vista romántico.
—¡Qué tontería! —-gruñó el lobo—. Os digo que de todo esto tiene la culpa el
Gobierno, y si no me creéis, os devoraré.
El lobo tenía un espíritu enteramente práctico y no le faltaba nunca un buen
argumento.
—Bueno, por mi parte —dijo el leñador, que era un filósofo nato— no
necesito una teoría atómica como explicación. Las cosas son como son, y en este
momento hace un frío terrible.
Verdaderamente el frío era terrible. Las ardillas que vivían en el interior del
gran abeto se restregaban unas contra otras los hocicos para calentarse, los
conejos se hacían una bola en sus madrigueras y. no se atrevían ni a mirar fuera de
las puertas. Los únicos seres que parecían alegrarse eran los grandes búhos de
cuernecillos. Sus plumas estaban completamente tiesas con la escarcha, pero no
les importaba, y girando sus grandes ojos amarillos se llamaban unos a otros a
través del bosque:
—¡Tugüit! ¡Tujú! ¡Tugüit! ¡Tujú ! ¡Qué tiempo tan delicioso tenemos!
Los dos leñadores seguían caminando, soplándose fuertemente los dedos y
pisando con sus grandes botas herradas sobre la nieve endurecida. Una vez se
hundieron en un hoyo profundo, del que salieron blancos como molineros cuando
están moliendo; otra vez resbalaron sobre el duro y liso hielo de una charca, y sus
haces se desataron, y tuvieron que volver a amarrarlos de nuevo; otra vez creyeron
que habían perdido su camino y un gran terror les sobrecogió, pues sabían lo cruel
que es la nieve con quienes se duermen en sus brazos. Pero pusieron su confianza
en el buen San Martín, que cuida de todos los viajeros, y volviendo sobre sus pasos
avanzaron cautelosamente, hasta que al fin llegaron al lindero del bosque y vieron el
fondo del valle y las luces del pueblo donde vivían.
Tan contentos se pusieron al encontrarse salvados que se echaron a reír a
carcajadas, y la tierra les pareció una flor de plata, y la luna como una flor de oro.
Sin embargo, después de haberse reído se pusieron muy tristes, pues
recordaron su pobreza, y uno de ellos dijo al otro:
—¿Cómo vamos a estar alegres, viendo que la vida es para el rico y no para
los que son como nosotros? Habría sido preferible que nos hubiéramos muerto de
frío en el bosque, o que alguna fiera hubiera caído sobre nosotros, matándonos.
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3
—Es verdad —contestó su compañero. Mucho tienen algunos y poco tienen
otros. La injusticia ha dividido el mundo en parcelas y nada está repartido por igual,
excepto el dolor.
Pero, cuando estaban lamentándose de su miseria, sucedió una cosa extraña.
Desde el cielo cayó una hermosa y brillantísima estrella. Deslizóse oblicuamente del
firmamento y pasando entre las otras estrellas en su carrera, mientras ellos la
contemplaban maravillados, pareció caer detrás de un grupo de sauces que se
erguían junto a un redil de ovejas, distante a una pedrada escasa de ellos.
—¡Vaya! ¡Menudo puchero de oro para quien lo encuentre! —exclamaron,
echando a correr: tan ansiosos de oro estaban.
Uno de ellos corría más velozmente que su compañero , dejándolo atrás, se
abrió camino a través de' los sauces, llegó al otro lado Y, ¡oh, sorpresa!, he aquí que
había una cosa dorada sobre la blanca nieve. Se dirigió apresuradamente hacia ella
y, deteniéndose, puso sus manos encima; era una capa de tisú de oro curiosamente
sembrada de estrellas y enrollada en muchos dobleces. Gritó a su compañero que
había encontrado el tesoro caído del cielo, y cuando su compañero llegó, ambos se
sentaron en la nieve y desliaron los dobleces de la capa para poder repartirse las
monedas de oro.
Pero, ¡ay!, no había allí dentro oro ni plata algunos, en realidad, ni tesoro de ninguna
clase, sino sólo un niñito dormido. Y uno de ellos dijo al otro:
—Este es un amargo fin de nuestra esperanza, y tampoco tenemos suerte
alguna, pues, ¿qué beneficio puede traer un niño a un hombre? Vamos a dejarlo
aquí y sigamos nuestro camino, ya que somos pobres y tenemos hijos propios, cuyo
pan no podemos dar a otros.
Pero su compañero respondió:
—No, de ningún modo, pues sería una maldad dejar perecer a este niño en la
nieve. Aunque soy tan pobre como tú y tengo muchas bocas que alimentar y poca
cosa en la olla, me lo llevaré a casa y m¡ mujer cuidará de él.
Y cogiendo tiernamente al niño y envolviéndolo en su capa para protegerlo
del áspero frío, siguió bajando por la colina hacia el pueblo. Su compañero se quedó
maravillado de su locura y blandura de corazón.
Cuando llegaron al pueblo, su compañero le dijo
—Tú tienes el niño; dame, por tanto, la capa, pues acordamos que nos lo
repartiríamos. Pero él le contestó:
—Nada de eso, pues la capa no es ni mía ni tuya, sino solamente del niño.
Cuando su mujer abrió la puerta y vio que su marido volvía sano y salvo, le
rodeó el cuello con sus brazos y lo besó, y descargando de su espalda los haces de
leña y quitando la nieve de sus botas, le pidió que entrase.
Pero él le dijo:
—He encontrado algo en el bosque y te lo he traído para que lo cuides.
Y permanecía inmóvil en el umbral.
—¿Qué es? —exclamó la mujer—. Enséñamelo, pues la casa está vacía y
necesitamos muchas cosas.
Y él abrió la capa y le mostró al niño dormido.
—¡Ay, buen hombre! —murmuró ella— ¿No tenemos ya nuestros propios
hijos para que tengamos que traer a un niño abandonado a sentarse al hogar?
¿Quién sabe si no nos traerá la mala suerte? ¿Y cómo podremos atenderle? Y se
enfureció contra su marido.
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—No, porque es un Niño-Estrella —contestó, y luego le contó de qué extraño
modo lo había encontrado. Pero ella no se apaciguó, sino que se burló de él y, muy
enfadada, le gritó:
—Nuestros hijos carecen de pan, y ¿vamos a alimentar a los de otros?
¿Quién nos cuida a nosotros? ¿Y quién nos da de comer?
—Nadie, pero Dios cuida hasta de los gorriones y los alimenta —contestó él.
—¿Y no se mueren de hambre los gorriones durante el invierno? —preguntó
ella—. ¿Y no es ahora invierno?
El hombre no respondió, pero continuó inmóvil en el umbral.
Un viento crudísimo llegó del bosque por la puerta abierta e hizo temblar y
tiritar a la mujer, que dijo:
—¿No quieres cerrar la puerta? Entra un viento helado y tengo frío.
—En una casa donde hay un corazón duro, ¿no entra siempre un viento
helado? —preguntó él.
La mujer no contestó nada, pero se acercó mucho al fuego. Después de un
rato se volvió, le miró y sus ojos estaban llenos de lágrimas. El entró
presurosamente y dejó al niño en sus brazos, y ella lo besó y lo acostó en una
camita donde reposaba el más pequeño de sus hijos. A la mañana siguiente, el
leñador cogió la curiosa capa de oro y la colocó en una gran arca, y un collar de
ámbar que llevaba el niño al cuello, su mujer lo cogió y lo guardó también en el arca.
Así, pues, el Niño-Estrella se crió con los hijos del leñador, se sentó a la
misma mesa que ellos y. fue su compañero de juegos. Cada año su aspecto era
más hermoso, de tal modo que todos los habitantes del pueblo estaban
maravillados, pues mientras ellos eran morenos y de cabellos negros, él era blanco
y delicado como un trozo de marfil, y sus rizos parecían espirales de asfódelo. Sus
labios también eran semejantes a los pétalos de una flor roja, sus ojos eran como
violetas a la orilla de un claro río y su cuerpo como el narciso de un campo donde no
entra nunca el segador.
Sin embargo, su belleza le fue perjudicial, pues crecía orgulloso, cruel y
egoísta. Despreciaba a los hijos del leñador y a los otros niños del pueblo, diciendo
que eran de baja estirpe, mientras que él era noble y procedía de una estrella, y
erigiéndose en señor de ellos, los llamaba sus siervos. No se apiadaba del pobre o
del que era ciego o contrahecho, o estaba afligido por cualquier dolencia, sino que
les tiraba piedras y los perseguía hasta el camino real, mandándoles que
mendigaran su pan en otra parte; de tal modo que sólo los proscritos volvían a pedir
limosna al pueblo.
Verdaderamente era un enamorado de la belleza y se burlaba de los feos y
de los débiles; sólo a sí mismo se amaba. En verano, cuando los vientos se
aquietaban, gustaba de tumbarse junto al pozo del huerto del cura y contemplar en
él la maravilla de su propio rostro, riendo de placer ante su belleza.
Con frecuencia el leñador v su mujer le regañaban, diciéndole:
—No nos portamos nosotros contigo como te portas tú con los
desconsolados, que no tienen a nadie que les socorra. ¿Por qué eres tú tan cruel
con todos los que tienen necesidad de compasión?
A menudo el anciano cura enviaba a buscarlo y procuraba enseñarle a amar
a todos los seres vivientes, diciéndole:
—La mosca es tu hermana; no le hagas daño. Los pájaros silvestres, que
vagan por el bosque, tienen su libertad; no se la arrebates por gusto. Dios hizo a la
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lombriz y al topo, y cada uno tiene su lugar. ¿Quién eres tú para traer el dolor al
mundo de Dios? Hasta los rebaños del campo lo alaban.
Pero el Niño-Estrella no hacía caso de sus palabras, fruncía el entrecejo, se
encogía de hombros y volvía junto a sus compañeros, a quienes mandaba. Sus
compañeros le seguían porque era hermoso, de pies ligeros, y sabía bailar y tocar el
caramillo y hacer música. Y seguían al Niño-Estrella a cualquier sitio adonde les
condujese, y hacían todo lo que el Niño-Estrella les ordenaba que hiciesen. Y
cuando él, con un junco aguzado, sacaba los empañados ojos de un topo, ellos se
reían, y cuando arrojaba piedras a los leprosos, también se reían. En todo los
dirigía, y ellos llegaron a ser tan duros de corazón como él.
Y he aquí que un día pasó por el pueblo una pobre mendiga. Sus ropas
estaban destrozadas y harapientas, y sus pies sangraban a causa del áspero
camino que había recorrido. La mujer se hallaba en una situación muy mala. Sin-
tiéndose rendida, se sentó a descansar bajo un castaño.
Pero en cuanto el Niño-Estrella la vio, dijo a sus compañeros
—¡Mirad! Aquella sucia mendiga se ha sentado bajo aquel hermoso y lozano
árbol. Venid, vamos a echarla, pues es fea y contrahecha.
Y, acercándose, le tiraba piedras, y se burlaba de ella, y ella lo miraba con
terror, fijamente. Cuando el leñador, que se encontraba allí cerca cortando leña, vio
lo que hacía el Niño-Estrella, corrió hacia él y le reprendió, diciéndole:
—Indudablemente eres duro de corazón y no conoces la misericordia. Pues,
¿qué daño te ha hecho esa pobre mujer para que la trates de tal manera?
El Niño-Estrella se puso rojo de cólera y, dando una patada en la tierra, dijo:
—¿Quién eres tú para preguntarme lo que hago? No soy hijo tuyo para tener
que obedecerte.
—Dices la verdad —contestó el leñador—; sin embargo, yo fui compasivo
contigo cuando te encontré en el bosque.
Cuando la mujer oyó estas palabras, lanzó un fuerte grito y cayó desmayada.
El leñador la transportó a su casa y su mujer la cuidó. Al volver en sí de su
desmayo, pusieron ante ella de comer y de beber, y la invitaron a que cobrase
fuerzas.
Pero ella no quiso comer ni beber, y tan sólo dijo al leñador:
—¿No dijiste que habías encontrado al niño en el bosque? ¿Y no fue esto
hace hoy diez años ?
El leñador contestó
—-Sí, en el bosque lo encontré, y hoy hace diez años de ello.
—¿Y qué señales encontraste en él? —preguntó ella—-. ¿No llevaba al
cuello un collar de ámbar? ¿No estaba envuelto en una capa de tisú de oro, bordada
de estrellas?
—Cierto, así es —repuso el leñador—. Fue como has dicho.
Y sacando la capa y el collar de ámbar del arca donde estaban, se los
mostró. Cuando ella los vio, lloró de alegría y dijo:
—-Este es el hijito mío que perdí en el bosque. Te suplico que lo mandes
venir enseguida, pues en su busca he recorrido el mundo entero.
El leñador y su mujer salieron, pues, a llamar al Niño-Estrella y le dijeron:
—Entra en casa y allí encontrarás a tu madre que te está esperando.
El entró corriendo, lleno de asombro y de alegría. Pero cuando vio quién era
la que lo esperaba, se echó a reír desdeñosamente y dijo:
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—Bueno, ¿dónde está mi madre? Pues aquí no veo más que esta vil
mendiga.
Y la mujer le dijo:
—Yo soy tu madre.
—¡Estás loca! —exclamó el Niño-Estrella, iracundo—. Yo no soy hijo tuyo,
pues tú eres una mendiga fea y andrajosa. Así es que vete de aquí, y que no vuelva
a ver nunca más tu cara sucia.
—No, tú eres realmente mi hijito, el que perdí en el bosque —exclamó ella, y
se arrodilló tendiéndole los brazos—. Los ladrones te robaron y te abandonaron
para que murieses —murmuró—, pero, en cuanto te vi, te reconocí, así como las
señales y la capa de tisú de oro y el collar de ámbar. Por lo tanto, te ruego que
vengas conmigo, pues llevo recorrido el mundo entero en tu busca. Ven conmigo,
hijo mío, ya que tengo necesidad de tu amor.
Pero el Niño-Estrella permaneció inmóvil en su sitio y cerró, además, las
puertas de su corazón ante ella, y no se oía más sonido que el de los sollozos
apenados de la mujer.
Finalmente habló él, y el tono de su voz era áspero y amargo:
—Si verdaderamente eres mi madre —dijo—, mejor habría sido que no
hubieses venido a traerme la afrenta, sobre todo teniendo en cuenta que yo creí que
era hijo de alguna estrella, y no de una mendiga, como tú dices. Vete, pues, de aquí,
y que no vuelva a verte más.
—¡Ay, hijo mío! —exclamó ella—. ¿No querrás siquiera darme un beso antes
de que me vaya? He sufrido mucho para encontrarte.
—No —dijo el Niño-Estrella—, porque da asco mirarte; antes preferiría besar
a un sapo o a una víbora que a ti.
Entonces la mujer se levantó y se fue por el bosque llorando amargamente.
Cuando el Niño-Estrella vio que se había ido, se puso contento y volvió corriendo
hacia sus compañeros para seguir jugando con ellos.
Pero cuando éstos lo vieron venir, se burlaron de él y le dijeron:
—Eres tan sucio como el sapo y más feo que la víbora. Vete de aquí, pues no
toleramos que juegues con nosotros —y lo arrojaron del jardín.
El Niño-Estrella frunció el entrecejo y se dijo:
«¿Qué es lo que me están diciendo? Iré al pozo, me miraré dentro y el agua me
hablará de mi belleza.»
Y dirigiéndose al pozo se miró en el agua, y he aquí que su rostro era como
el de un sapo y su cuerpo escamoso como el de una víbora. Y desplomándose
llorando sobre la hierba, se dijo:
«Seguramente esto me ha sucedido a causa de mi pecado. Pues he renegado de mi
madre, la he arrojado lejos y he sido orgulloso y cruel con ella. Por lo tanto, iré en su
busca por el mundo entero y no descansaré hasta que la haya encontrado.»
Entonces vino hacia él la hijita del leñador y, poniéndole la mano en el
hombro, le dijo:
—¿Qué importa que hayas perdido tu gentileza? Quédate con nosotros y yo
no me burlaré de ti.
Y él le dijo:
—No, porque he sido cruel con mi madre y me ha sido enviado este mal
como castigo. Tengo, pues, que marcharme de aquí y recorrer el mundo hasta que
la encuentre y me conceda su perdón.
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Así es que echó a correr por el bosque llamando a su madre para que
volviese con él, pero sin obtener respuesta. Durante todo el día la estuvo llamando,
y cuando el sol se puso, se echó a dormir sobre un lecho de hojas; los pájaros y los
animales huían de él, porque recordaban su crueldad, y se quedó solo con el sapo
que lo velaba y con la víbora cautelosa que reptaba a su alrededor.
Al llegar la mañana, arrancó algunas bayas amargas de los árboles y se las
comió. Luego siguió su camino por el gran bosque, llorando tristemente. Y a todo el
que veía le preguntaba si había visto por casualidad a su madre. Preguntaba al
topo:
—Tú que puedes deslizarte bajo la tierra, dime: ¿está ahí mi madre?
Y el topo contestaba
—Tú cegaste mis ojos. ¿Cómo podría yo saberlo?
Preguntaba al jilguero:
—Tú que puedes volar sobre las copas de los altos árboles y que puedes ver
el mundo entero, dime: ¿puedes ver a mi madre?
Y el jilguero respondía:
—Tú cortaste mis alas por gusto. ¿Cómo podría yo volar?
A la pequeña ardilla que vivía en el abeto, y que estaba sola, le preguntó:
—¿Dónde está mi madre?
Y la ardilla respondió:
—Tú mataste a los míos. ¿Tratas de matar también a los tuyos?
El Niño-Estrella lloraba, bajando la cabeza, y rogaba a los seres de Dios que
le perdonasen, y seguía por el bosque buscando a la mendiga. Al tercer día llegó al
otro lado del bosque y bajó a la llanura.
Y cuando pasaba por los poblados los niños se burlaban de él, le tiraban
piedras y los aldeanos no querían ni siquiera permitirle que durmiese en los
graneros por temor a que trajese el tizón al grano almacenado (tan sucio era su
aspecto), y los jornaleros lo echaban fuera y nadie tenía compasión de él. En
ninguna parte podía saber nada de la mendiga que era su madre, aunque por
espacio de tres años recorrió el mundo entero. A menudo creía verla por la carretera
frente a él, y la llamaba y corría tras ella hasta que las piedras puntiagudas hacían
sangrar su pies. Pero nunca podía alcanzarla, y los que habitaban junto al camino
negaban siempre haberla visto, ni a nadie que se le pareciese, y se burlaban de su
dolor.
Por espacio de tres años vagó por el mundo, y en el mundo no había amor
alguno, ni afecto desinteresado, ni caridad para él, pues el mundo era tal como él se
lo había creado en los días de su gran orgullo.
Un atardecer llegó a la puerta de una ciudad reciamente amurallada que se
levantaba junte a un río; cansado y con los pies doloridos:, fue a entrar en ella. Pero
los soldados que estaban de guardia, cruzaron sus alabardas a través de la entrada
y le dijeron ásperamente:
—¿Qué te trae por la ciudad?
—-Estoy buscando a mi madre —contestó—y os ruego que me dejéis pasar,
pues quizá se encuentre en esta ciudad.
Pero ellos se burlaron de él, y uno, sacudiendo su negra barba y apoyando
en tierra su escudo, exclamó:
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—Verdaderamente, tu madre no se sentirá contenta de verte, porque eres
más repugnante que el sapo del pantano y la víbora que se arrastra por el cieno.
¡Fuera de aquí! ¡Fuera de aquí! Tu madre no vive en esta ciudad.
Y otro que sostenía un estandarte amarillo, le dijo:
-¿Quién es tu madre v por qué la buscas ?
Y él repuso:
—Mi madre es una mendiga como yo; la traté malvadamente y os ruego que
me permitáis pasar para que ella pueda perdonarme, si es que se ha detenido en
esta ciudad.
Pero ellos no quisieron y le pincharon con sus lanzas.
Cuando se volvía llorando, llegó un guerrero con armadura adornada con
flores de oro y yelmo con la figura de un león alado. Preguntó a los soldados quién
era el que solicitaba la entrada, y ellos le contestaron:
—Es un mendigo, hijo de una mendiga, y lo hemos echado.
—No —exclamó él riéndose—. Venderemos a este ser repugnante como
esclavo y su precio será el precio de una jarra de buen vino.
Y un viejo de cara perversa, que pasaba por allí, le dijo:
—Lo compro por ese precio.
Cuando hubo pagado el precio, cogió al Niño-Estrella de la mano y lo condujo
dentro de la ciudad.
Después de recorrer muchas calles, llegaron a una puertecita abierta en un
muro, que estaba cubierto por un granado. El viejo tocó la puerta con un anillo de
jaspe tallado y se abrió; bajaron cinco escalones de bronce y entraron en un jardín
lleno de negras adormideras y de verdes jarras de arcilla cocida. El viejo se quitó de
su turbante una banda de seda estampada, vendó con ella los ojos del Niño-Estrella
y lo empujó hacia adelante. Cuando le quitó la banda de los ojos, el Niño-Estrella se
encontró en una mazmorra alumbrada por una linterna de cuerno.
El viejo colocó sobre un tajo ante él, un pan lleno de moho y le dijo: «¡Come!»
y una taza de agua corrompida, y le dijo: «¡Bebe!» Cuando hubo comido y bebido, el
viejo se marchó, cerrando la puerta tras de él y asegurándola con una cadena de
hierro.
Al llegar la mañana, el viejo, que era realmente el más sutil de los magos de Libia y
había aprendido su arte de uno de esos que habitan en las tumbas del Nilo, fue
hacia él y, frunciendo el ceño, le dijo:
—En un bosque cercano a la puerta de esta ciudad de infieles, hay tres
monedas de oro. Una de ellas es de oro blanco, la otra de oro amarillo y la tercera
es de oro rojo. Hoy me traerás la moneda de oro blanco; si no me la traes, te daré
cien azotes. Vete rápidamente, y al ponerse el sol te esperaré a la puerta del jardín.
Procura traer el oro blanco o lo pasarás mal, pues eres mi esclavo y te compré por
una jarra de buen vino.
Vendando los ojos del Niño-Estrella con la banda de seda estampada, lo
condujo por la casa y por el jardín de adormideras, y le hizo subir los cinco
escalones de bronce. Y abriendo la puertecita con su anillo, lo dejó en la calle.
El Niño-Estrella salió por la puerta de la ciudad y llegó al bosque del que le
había hablado el mago.
Ahora bien, este bosque, mirado desde fuera, era muy hermoso, pues
parecía que estaba lleno de pájaros cantores y de flores de dulce aroma. Así es que
el Niño-Estrella penetró en él alegremente. Sin embargo, poco le aprovechó aquella
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belleza, pues por donde quiera que se dirigía brotaban zarzas y espinas de la tierra,
y los cardos le pinchaban con sus puñales, de tal modo que se sentía
dolorosamente angustiado. En ninguna parte pudo encontrar la moneda de oro
blanco de la que el mago le había hablado, aunque estuvo buscándola desde la
mañana hasta el mediodía y desde el mediodía al atardecer.
Al ponerse el sol volvió el rostro hacia su casa, llorando amargamente, pues
sabía la suerte que le estaba reservada.
Pero cuando llegó a los linderos del bosque oyó entre la maleza un grito de
dolor. Olvidando su propia pena, corrió hacia aquel sitio y vio allí una pequeña liebre
cogida en un cepo preparado por algún cazador para ella.
El Niño-Estrella se apiadó del animal y lo soltó, diciéndole:
—Yo no soy más que un esclavo; sin embargo, puedo darte la libertad.
La liebre le contestó así:
—Cierto es que me has dado la libertad. ¿Qué podría yo darte a cambio?
Y el Niño-Estrella le dijo:
—Estoy buscando una moneda de oro blanco y no puedo encontrarla por
ninguna parte. Si no la llevo, mi amo me pegará.
—Ven conmigo —dijo la liebre— y yo te conduciré hasta ella, pues sé dónde
se oculta y con qué fin.
El Niño-Estrella se fue con la liebre y he aquí que en el hueco de un gran
roble vio la moneda de oro blanco que estaba buscando. Lleno de alegría, la cogió y
dijo a la liebre:
—El servicio que te hice me lo has devuelto con creces y la bondad que te
mostré me la has compensado centuplicada.
—No —contestó la liebre—; como tú has obrado conmigo, así he obrado yo
contigo.
Y echó a correr velozmente, y el Niño-Estrella se encaminó a la ciudad.
Ahora bien, a la puerta de la ciudad estaba sentado un leproso. Tenía el
rostro tapado por una capucha de lienzo gris, a través de cuyos agujeros le relucían
los ojos como brasas. Cuando vio venir al Niño-Estrella, golpeó sobre su escudilla
de madera y, agitando su campanilla, dijo:
—Dame una moneda o moriré de hambre. Me han arrojado de la ciudad y
nadie tiene piedad de mí.
—¡Ay! —exclamó el Niño-Estrella—. No tengo más que una moneda en mi
bolsa y si no se la llevo a mi amo, me pegará, pues soy su esclavo.
Pero el leproso le imploró y suplicó hasta que el Niño-Estrella se compadeció
y le dio la moneda de oro blanco.
Cuando llegó a casa del mago, éste le abrió la puerta, le hizo entrar y le dijo:
—¿Traes la moneda de oro blanco?
Y el Niño-Estrella contestó:
—No la tengo.
Entonces el mago se arrojó sobre él, le pegó y le puso delante un tajo vacío
diciéndole: «¡Come!», y una jarra vacía diciéndole: «¡Bebe!». Y lo encerró de nuevo
en la mazmorra. A la mañana siguiente vino el mago a buscarlo, y dijo:
—Si hoy no me traes la moneda de oro amarillo, puedes estar seguro de que
seguirás siendo esclavo mío y te daré trescientos correazos.
El Niño-Estrella fue al bosque y durante todo el día estuvo buscando la
moneda de oro amarillo, sin poderla encontrar por ninguna parte. Al atardecer se
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sentó y empezó a llorar, y estando llorando vio venir hacia él a la pequeña liebre que
había liberado del cepo.
La liebre le dijo:
—¿Por qué lloras? ¿Y qué buscas en este bosque?
Y el Niño-Estrella contestó:
—Estoy buscando una moneda de oro amarillo que está escondida aquí; si
no la encuentro, mi amo me pegará y seguirá reteniéndome como esclavo.
—Sígueme —exclamó la liebre, y echó a correr por el bosque hasta llegar a
una charca de agua, en cuyo fondo estaba la moneda de oro amarillo.
—¿Cómo te daré las gracias? —dijo el Niño-Estrella—. He aquí que es la
segunda vez que me socorres.
—No, tú fuiste el primero en compadecerte de mí —dijo la liebre, y echó a
correr velozmente.
El Niño-Estrella cogió la moneda de oro amarillo, la metió en su bolsa y se
dirigió apresuradamente hacia la ciudad. Pero el leproso, que lo vio venir, fue a su
encuentro y se arrodilló, diciéndole:
—¡Dame una moneda o moriré de hambre!
El Niño-Estrella le dijo:
—Tengo en mi bolsa solamente una moneda de oro amarillo, y si no la llevo,
mi amo me pegará y me retendrá como esclavo.
Pero el leproso le suplicó de tal modo que el Niño-Estrella se compadeció de
él y le entregó la moneda de oro amarillo.
Cuando llegó a casa del mago, éste le abrió y, haciéndolo entrar, le preguntó:
—¿Traes la moneda de oro amarillo?
Y el Niño-Estrella respondió:
—No la tengo.
Entonces el mago se arrojó sobre él, lo golpeó y, cargándolo de cadenas, lo
encerró de nuevo en la mazmorra.
A la mañana siguiente el mago vino a buscarlo y le dijo:
—Si hoy me traes la moneda de oro rojo te devolveré la libertad, pero si no
me la traes, ten la seguridad de que te mataré.
El Niño-Estrella se fue, pues, al bosque, y durante todo el día buscó la
moneda de oro rojo, sin encontrarla por ninguna parte. Al anochecer se sentó y lloró,
y cuando estaba llorando vio que venía hacia él la liebre.
Y la liebre le dijo:
—La moneda de oro rojo que buscas está en la caverna que hay a tu
espalda. Por lo tanto, no llores más y alégrate.
—¿Cómo te recompensaría? —exclamó el Niño-Estrella —. ¡Es la tercera vez
que me socorres!
—No, tú fuiste el primero en apiadarte de mí —dijo la liebre, y echó a correr
velozmente.
El Niño-Estrella entró en la caverna y en el rincón más lejano encontró la
moneda de oro rojo. La metió en su bolsa y se marchó presuroso a la ciudad. Al
verlo venir, el leproso se plantó en el centro del camino y le gritó:
—¡Dame la moneda roja o moriré!
El Niño-Estrella se apiadó nuevamente de él y le dijo:
—Tu miseria es mayor que la mía.
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Sin embargo, su corazón se entristeció, pues sabía la suerte desdichada que
lo esperaba. Pero he aquí que, al trasponer la puerta de la ciudad, los guardias se
inclinaron ante él y le rindieron homenaje, diciendo:
—¡Qué hermoso es nuestro señor!
Y una multitud de ciudadanos lo siguió, gritando:
—¡Seguramente no hay nadie tan hermoso en el mundo entero!
Por lo cual el Niño-Estrella lloraba y se decía:
«Se están burlando de mí, divirtiéndose con mi desgracia.»
Tan grande era la multitud que él se equivocó de camino y se encontró al
final de una gran plaza donde se erguía un palacio real. La puerta del palacio se
abrió y los sacerdotes y los altos dignatarios de la ciudad avanzaron a su encuentro,
se humillaron a él y dijeron:
—Tú eres nuestro señor, a quien esperábamos, hijo de nuestro Rey.
Y el Niño-Estrella les contestó:
—Yo no soy hijo del Rey, sino de una pobre mendiga. Y, ¿cómo decís que
soy hermoso, si yo sé que resulto horroroso a la vista?
Entonces aquel cuya armadura tenía engastadas flores de oro, y en cuyo
yelmo veíase extendido un león alado, levantó su escudo y exclamó:
—¿Cómo dice mi señor que no es hermoso?
El Niño-Estrella se miró, y he aquí que su rostro era como había sido, su
belleza había vuelto a él y veía en sus ojos lo que no había visto antes.
Los sacerdotes y los altos dignatarios se arrodillaron y le dijeron
—Estaba profetizado de antiguo que en este día vendría el que ha de
gobernarnos. Por lo tanto, tome nuestro señor esta corona y este cetro y sea en su
justicia y en su gracia nuestro Rey.
Pero él les dijo:
—Yo no soy digno, pues he renegado de la madre que me engendró; no
puedo descansar hasta que no la haya encontrado y sepa que me concede su
perdón. Así pues, dejadme marchar; debo seguir vagando por el mundo y no puedo
detenerme aquí, aunque me ofrezcáis la corona y el cetro.
En tanto hablaba así, volvió su rostro hacia la calle que conducía hacia la
puerta de la ciudad, y he aquí que entre la multitud que se apiñaba en torno a los
soldados vio a la mendiga que era su madre y, junto a ella, al leproso que estaba en
el camino. Un grito de alegría salió de sus labios; echó a correr hacia ellos y,
arrodillándose, besó los pies llagados de su madre y los humedeció con sus lágri-
mas. Con la cabeza inclinada en el polvo, sollozando, como si el corazón fuera a
rompérsele, le dijo:
—Madre, yo renegué de ti en la hora de mi soberbia. Acógeme en la hora de
mi humildad. Madre, yo te di odio; dame tu amor. Madre, yo te rechacé; admite
ahora a tu hijo.
Pero la mendiga no le contestó una palabra. El tendió sus manos, y
abrazando los blancos pies del leproso, le dijo:
—Tres veces te di mi compasión. Ruega a mi madre que me hable siquiera
una vez. Pero el leproso no le contestó una palabra.
El sollozó de nuevo y dijo:
—Madre, mi sufrimiento es insoportable. Concédeme tu perdón y déjame
volver al bosque.
La mendiga le puso la mano sobre la cabeza y le dijo:
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—Levanta.
El leproso le puso la mano sobre la cabeza y le dijo también:
—Levanta.
Se puso en pie y los miró, y he aquí que ellos eran un Rey y una Reina.
Y la Reina le dijo:
—Este es tu padre, al que socorriste.
Y el Rey le dijo:
—Esta es tu madre, cuyos pies lavaste con tus lágrimas.
Y arrojándose a su cuello lo besaron, le hicieron entrar en el palacio, lo
vistieron con hermosos ropajes, pusieron la corona sobre su cabeza y el cetro en su
mano, y sobre la ciudad que estaba junto al río gobernó y fue su señor. Gran justicia
y clemencia mostró para todos: el perverso mago fue desterrado; al leñador y a su
esposa les envió muchos ricos presentes y a los hijos les concedió altos honores.
No permitió que nadie fuese cruel con los pájaros ni otros animales; enseñó amor,
bondad y caridad, y al pobre le dio pan y ropa al desnudo, y hubo paz y abundancia
en el país.
Sin embargo, no reinó largo tiempo, pues tan grande había sido su
sufrimiento y tan amargo el infortunio de sus pruebas, que murió trascurridos tres
años. Y el que le sucedió gobernó perversamente.
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