Hubo un miembro de mi entorno al que debió de impresionar especialmente lo que me había sucedido.
Se trataba del joven Gottfried Kinkel, con quien, a partir de ese momento, tuve un contacto más estrecho.
Tengo que decir algo sobre este tipo tan singular, un hombrecillo grácil, sin barba y rostro de anciano. A la
vez, poseía una agilidad de movimientos que hacía pensar en un trato frecuente con mujeres, y una
verdadera indiferencia y apatía británicas para con aquellas cosas de las que no quería darse por enterado.
Pero aquello que, antes que cualquier otra cosa, causaba en el asombro era que, si bien vivía en modestas
circunstancias y que, aunque como filólogo no se preocupaba más que de realizar un trabajo casi mecánico,
veía las cosas de su entorno como a través de un cristal de aumento, sobre todo a sus amigos. Si comenzaba
a describir a uno de nosotros, en seguida nos veíamos transformados, para nuestro regocijo, en seres
hiperbólicos. En definitiva, ése era su carácter, y seguro que también él disfrutaba con el esplendor de sus
propias creaciones. Nos visitábamos con frecuencia, interpretábamos música juntos y nos perdíamos en
conversaciones sobre los propósitos de la filología. Él, que tenía siempre presentes los principios políticos
de su padre; él, que de vez en cuando pronunciaba conferencias en asociaciones obreras, deseaba a toda
costa que en el fondo siempre existiesen fines politicos, mientras que yo, más acorde con mi naturaleza,
representaba la digna impersonalidad de la ciencia. Mas de repente cambió su opinión, tomó mi mano
derecha y juró que, desde aquel momento, viviría según mis principios. Nuestro trato con él era un
compuesto de respeto, lástima y asombro. Tenía siempre preparados para la imprenta sus pequeños trabajos
filológicos, pues él los consideraba obras maestras. Yo sabía que además escribía poemas, y si no me
hubiera declarado con firmeza en contra de toda esa poetería juvenil, a menudo hubiera querido
presentarme sus creaciones. Suelo datar el surgimiento de la autoconciencia en un joven en el momento en
que arroja sus poemas a la estufa, cosa que yo también hice en Leipzig, en conformidad con esta opinión.
¡Paz a esas cenizas!
Entonces comía con mis amigos en «Mahn», junto al Blumenberg, muy cerca del teatro. Desde allí
solíamos ir a menudo al café «Kintschy», el cual tenía, a mi parecer, muchas ventajas. Lo frecuentaba un
selecto grupo de clientes asiduos, entre los que se encontraba el profesor Wenzel, a quien llamábamos «el
gato», un hombre vivaz y obstinado de larga cabellera blanca -entonces redactor del Leipziger Signale, a
quien nosotros hacíamos blanco de nuestros comentarios maliciosos antes de saber quién era. Sentíamos un
gran afecto por el amabilísimo suizo Kintschy, un hombre cordial e inteligente que se acordaba con agrado
de sus antiguos huéspedes: Stallbaum
77
, Herloßsohn y Stolle
79
, cuyos retratos colgaban de las antiquísimas
paredes marrones. En aquella sala abovedada no se permitía fumar, lo cual la hacía muy de mi agrado. Por
las tardes, sobre todo los sábados, podía encontrársenos en la taberna recién inaugurada de Simmer. Aquí
venía mi amigo Mushacke, y también von Gersdorff, tras haber vivido y superado en Göttingen
experiencias similares a las mías en Bonn. Esos dos amigos fueron los primeros hacia los que dirigí el
fuego torrencial de mi batería schopenhaueriana, porque yo juzgaba que serían receptivos a las ideas del
filósofo. Y poco a poco nos fuimos sintiendo profundamente unidos bajo la magia de aquel nombre.
También buscábamos activamente otras naturalezas similares a las que poder atrapar en la misma red. De
estas se merece un recuerdo un tal Romundt, que procedía de Stade, en Hannover. Tenía una voz
desagradablemente aguda que, en un primer momento, hacía que la gente, asustada, se apartase de el. Y así
me ocurrió también a mí, hasta que me acostumbré a no tener en cuenta esa desagradable impresión
auditiva meramente externa. Se encontraba en una situación desgraciada. Poseía una naturaleza bien dotada
pero que no le conducía a ninguna parte, puesto que no le proporcionaba una meta que considerara digna de
esfuerzo. En él se alternaban desconsoladamente el carácter del investigador, del poeta y del filósofo, por lo
que se consumía en una perpetua insatisfacción. Es fácil comprender que también sus ojos se fijaran en el
nombre de Schopenhauer, una vez que yo hube dicho algo acerca de su naturaleza. Con otros, en cambio,
fracasaron por entero mis tentativas de conversión. Por ejemplo, con Wisser, en el que en primer lugar
había notado un aliado potencial. Carecía sobre todo de profundidad filosófica y, además, de la preparación
necesaria para ello. Lo que más me llamaba la atención de él era su ambición insondable, que, como nunca
se daba por satisfecha, descomponía su naturaleza entera y, sobre todo, su sistema nervioso. Su mayor
aspiración era lograr algún gran descubrimiento en el campo de su ciencia y, de cuando en cuando, era
dichoso a causa de un supuesto hallazgo en el que nosotros, tras un examen atento, no encontrábamos más
que escoria. Poseía una amable inclinación a frecuentar la compañía de los niños y los ancianos, y donde
mejor se sentía era en ambientes sencillos, pueblerinos, en los que podía darse a valer. Tan pronto nos
torturaba con una nueva división del prólogo al Evangelio de San Juan, como con la distinción entre Tibulo
y Tibulo, y podía llegar a enfadarle muchísimo el que encontrásemos sus esfuerzos inútiles y carentes de
método. Espero que ahora le vaya mejor a este exaltado de tan buen ánimo.